domingo, 22 de mayo de 2011

El pensamiento político moderno.

El tiempo que media entre Marsilio de Padua (1274-1343) y Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es el tiempo de una gran transición; es el tiempo de ese Renacimiento que separa (o une) los tiempos medievales de los modernos. En su transcurso, el Imperio y el Papado declinaron en su importancia política, nacieron los Estados nacionales modernos y se establecieron fuertes monarquías en España, Francia e Inglaterra, mientras Italia y Alemania permanecían divididas en pequeños principados y ciudades-estados.
La pólvora originó un nuevo "arte de la guerra"; la imprenta introdujo al mundo en lo que hoy nosotros (conscientes de su tremenda importancia a largo plazo) denominamos Galaxia Gutemberg; el descubrimiento de América y otras exploraciones ampliaron literalmente el horizonte de la visión europea del mundo; la teoría copernicana rompió los estrechos moldes mentales de la Cosmografía medieval, mientras la Reforma protestante y la Contrarreforma católica rompían por primera vez en siglos la unidad religiosa de Occidente. Estos cataclismos culturales tuvieron, por supuesto, su correlato político.
Podemos considerar a Maquiavelo como "el padre fundador" de la Ciencia Política moderna. Fue un agudo observador de las prácticas políticas habituales de su tiempo, y las consignó con precisión en sus escritos. Nada hubo en su vida que justifique la fama que ha hecho de su nombre sinónimo de inescrupuloso o inmoral. Maquiavelo era simplemente un patriota italiano que se dió cuenta de que su propio país se estaba quedando atrás de las emergentes potencias europeas, y de que en esas condiciones, su triste destino era la dependencia o la destrucción.
Cómo hacer para crear una Italia unida, capaz de resistir las agresiones externas y ocupar un lugar digno en el concierto de las naciones europeas? Este es el tema de fondo de sus tres obras políticas principales: "El Arte de la Guerra", "Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio" y "El Príncipe".
Maquiavelo fue un estadista práctico, más que un teórico de la política, aunque tuvo una rara habilidad para expresar sus observaciones y experiencias en forma de principios generales de acción política. De todos modos, sus obras son tratados sobre el arte de gobernar y no teorías abstractas.
Para Maquiavelo, las causas del deplorables estado político de Italia eran la desunión, el desorden y el abandono; su primera consecuencia, la devastación por las tropas extranjeras. Cómo remediar ese estado de cosas? Según Maquiavelo, había dos medidas básicas a tomar: - la creación de un ejército nacional; - la formación de un Estado nacional.
Maquiavelo era republicano y pensaba que algún día Italia podría ser una república, pero esos grandes remedios sólo podían ser construidos por un monarca autocrático, un Príncipe, que actuara con gran libertad de medios, morales si puede e inmorales si debe.
Con Maquiavelo queda registrado en la teoría lo que venía dándose ampliamente en la práctica: la separación de la Etica y la Política, si la necesidad lo requiere. Ya no se habla de la "buena vida" como en los tiempos medievales sino de las condiciones de supervivencia y de las posibilidades de una construcción política relativamente estable en medio de la profunda crisis en que se debatía todo el Occidente en aquellos días. Como ya hemos visto, esas van a ser características perdurables del pensamiento político moderno.
En cualquier Historia del Pensamiento Político pueden encontrarse abundantes referencias a esta época. Aquí, por limitaciones de espacio y por ser otro el objetivo esencial de la obra, vamos a tomar como ejemplos ilustrativos sólo dos, poco conocidos y comentados en este ámbito. El primero es una propuesta de reacción positiva frente a la crisis: se trata de las "Constituciones" de San Ignacio de Loyola. El otro es un verdadero manual de arte política, comparable y a la vez diferente de las obras de Maquiavelo: se trata del "Testamento Político" del Cardenal Richelieu.
Veamos primero el caso de San Ignacio de Loyola (1491-1556) y de sus "Constituciones de la Compañía de Jesús" (1539-1556).
Si la Política, en un sentido amplio y profundo, es el arte de gobernar una sociedad humana, las "Constituciones" de San Ignacio pueden sin duda ser consideradas, al menos en una de sus dimensiones, como una obra política. En realidad, como todas las reglas monásticas, las "Constituciones" son una obra maestra del pensamiento político. Es necesario mucho genio político para trazar las condiciones de vida espiritual, material y administrativa de una comunidad en la perspectiva de una duración indefinida (1).
Las "Constituciones" fueron elaboradas a lo largo de 17 años, entre 1539 y 1556. San Ignacio aún trabajaba en ellas cinco meses antes de su muerte, y todo su ser está expresado en ellas. Quién era, pues, este hombre? Pocos fundadores de órdenes religiosas han sido objeto de visiones personales tan parciales, caricaturescas y malévolas: un puro militar, hábil intrigante, lo que hoy llamaríamos un pragmático total. Creemos que no vale la pena refutar hoy esos antiguos errores y calumnias. Es preferible re-descubrir al hombre leyendo los escritos que nos ha dejado.
Antes que nada, San Ignacio era un místico. Su política está impregnada de mística. Todas las etapas de su accionar están "inspiradas" a partir de esa experiencia primordial, acaecida en Manrese, en la que tuvo "la inteligencia y conocimiento de numerosas cosas tanto espirituales como referentes a la fe y a la cultura profana". En esa experiencia mística él "comprendió" cómo Dios había creado el mundo y percibió que el acto creador es un acto de amor, y que Dios sólo quiere que sus criaturas respondan a su amor y se dediquen a re-encontrarse con El en su gloria.
Esa es su intuición fundamental: la misión del hombre en la Tierra es cumplir la Voluntad de Dios: obrar para que todos los hombres amen a Dios y se hagan artesanos de su Gloria. El esquema ignaciano es, pues: el amor de Dios desciende hacia los hombres, y los hombres, por amor, remontan hacia Dios, no sin exhortar al mayor número posible de otros hombres a hacer lo mismo.
Esa visión define los objetivos esenciales de la "política" ignaciana: compartir con quienes quieran escucharlo su intuición primera, a fin de que ellos la propaguen, y que esa propagación sea continua e indefinida en sus alcances. Desde luego, no puede hacerse un ingenuo reduccionismo de la compleja política ignaciana a esa experiencia de una revelación personal, pero toda su actuación posterior encontró su inspiración y explicación profunda en la fuerza que emanó para él de la iluminación que recibió en Manrese.
Su primera tarea fue elaborar su visión, y ante el imperativo de ordenar su vida discernir cual es la voluntad de Dios respecto de él y adaptarse a ella. Ese es el objeto de los "Ejercicios Espirituales", que pronto se difundieron como práctica para quienes desearan "ver claro en sus vidas y tomar un nuevo punto de partida", más allá de ser una herramienta de la política ignaciana de reclutamiento.
La política corriente es esencialmente finalista: persigue objetivos concretos y predeterminados. Un rasgo extraño de esta política ignaciana impregnada de misticismo, es la indefinición del porvenir, reflejada en el concepto de "indiferencia" respecto del "qué hacer". La Psicología Religiosa ayuda a explicar esto: para San Ignacio y sus compañeros lo esencial es hacer la Voluntad de Dios, cualquiera sea ésta, y lo importante es ponerse en disposición de espíritu adecuada para percibirla. Toda actividad es buena, a condición de que Dios la inspire y ratifique. En caso de duda, siempre puede consultarse al Papa, Vicario de Dios en la Tierra. Esto explica la diversidad de tareas desempeñadas por la Compañía.
Dotada de consagración oficial en el seno de la Iglesia desde 1540, su política inicial consistió en no tener ninguna predeterminada sino satisfacer caso por caso las demandas que le fueran planteadas y que continuamente se acrecentaron más allá de sus posibilidades, porque estos hombres eran muy requeridos: eran letrados y conducían una vida ejemplar. Las grandes líneas de su heterogénea acción fueron: la misión evangelizadora, la reforma interna de la Iglesia (fueron los adalides de la llamada "Contrarreforma", como medio efectivo de enfrentar a los protestantes) y, en forma creciente, la educación, en una original forma mixta para novicios y laicos. En corto tiempo, como puede advertirse en la correspondencia ignaciana, la fundación y gestión de colegios se convirtió en una preocupación central de su política.
Otra línea política básica era el mantenimiento de relaciones con "los grandes de este mundo". Testimonio de ella es una abundante correspondencia con reyes y nobles, en una acción política que intenta servir a los intereses de la Iglesia y del Papado, y obtener apoyo para las obras de la Compañía. Esta acción se llevó a cabo con una clara comprensión de los beneficios que de la acción de la Compañía se derivan, o pueden derivarse, para el gobierno civil: por ejemplo, el efecto de la fundación de un Colegio el términos de desarrollo intelectual de una comunidad, de impacto sobre la opinión pública y sobre la concordia de los ciudadanos, etc.
Por supuesto, otra línea política fundamental se refería a la lucha contra los adversarios de la Iglesia: la Reforma Protestante y el Imperio Turco. Respecto de la primera, pronto se advirtió la conveniencia y la necesidad de enfrentarla en el terreno de la educación. Respecto del segundo, en cambio, San Ignacio diseñó una campaña militar que preanunció la que luego de su muerte puso fin al expansionismo turco en la batalla de Lepanto.
Las "Constituciones" de San Ignacio, políticas en cuanto se refieren al gobierno de personas, fueron y son la forja de los hombres que cumplieron y cumplen tareas en la Compañía "a la mayor gloria de Dios". Son una sabia arquitectura de disposiciones estructuradas en base a un principio fundamental, imperativo: la OBEDIENCIA. "Perinde ac cadaver" dice la fórmula latina ( a imitación del cuerpo de Cristo luego de su descendimiento de la Cruz?). Nuevamente encontramos aquí la raíz mística, que tanto diferencia la política ignaciana de otros enfoques "seculares" de la política. La obediencia al superior entronca en última instancia con la obediencia a la Voluntad de Dios: la desobediencia en cualquier escalón es una ofensa a Dios, pero esa obediencia está condicionada por principios éticos superiores y, por otra parte, el superior sabe que su orden debe ser lo más acorde posible con lo que cada hombre percibe como designio de Dios para él, aquello para lo cual es apto y sirve. Es fácil percibir la potencia política que puede generar una obediencia perfecta y voluntaria fundada en un absoluto de raíz metafísica y arraigada en una convicción interior sobre el sentido de la propia vida.
Quizás en esa extraña mezcla de disciplinada obediencia y de confiada delegación de funciones y responsabilidades en base a lo que cada uno siente como identidad propia y misión existencial, en ese enfoque participativo que por momentos parece posmoderno, se encuentre la explicación de la dimensión política de algunos extraños fenómenos históricos, como las misiones jesuíticas en América del Sur, en las que un puñado de hombres, sin posibilidad alguna de ejercer una coacción material efectiva, organizaron políticamente a varios miles de indios, en pueblos de vida y economía perfectamente articuladas sobre una enorme y dispersa extensión de territorios salvajes; estructura política que sobrevivió incluso a la expulsión de sus fundadores, ya que solo fueron abatidos por la violencia de una guerra cruel y despiadada.
Pasemos ahora al caso de Armand-Jean du Plessis, cardenal de Richelieu (1585-1642) y su "Testamento Político" (1632-1639 aprox.).
Richelieu, obispo de Lyon en 1606, en 1614 pasó a formar parte de los Estados Generales. Apoyó a la Regente María de Medici, lo que le valió integrar el Consejo Real en 1616. Acompañó en su destierro a la Regente y participó de las negociaciones de reconciliación de ésta con el Rey Luis XIII, lo que le valió el capelo cardenalicio y la reincorporación al Consejo (1624), del que asumió la presidencia, lo que terminó convirtiéndolo en árbitro de la política francesa en nombre del Rey. Participó con amplio sentido político en las guerras de religión y creó las bases de la centralización política y administrativa de Francia, fortaleciendo la autoridad monárquica en nombre de la razón de Estado. Su sucesor fue el cardenal Mazzarino.
De todas las obras atribuidas al cardenal Richelieu ("Memorias", "Máximas Estatales"), el "Testamento Político" es la más elaborada en cuanto a reflexiones sobre el gobierno del Estado. Aunque su autenticidad fue cuestionada casi desde su aparición, y es indudable que una gran parte fue redactada por colaboradores (como el célebre "P. Joseph") tampoco puede dudarse de que el trabajo de los secretarios fue dirigido por Richelieu y que el "Testamento Político" expresa fielmente su pensamiento.
En su dedicatoria al Rey, Richelieu explica sus intenciones al escribirlo: dejar al Rey un conjunto de consejos prácticos, en el que pudiera inspirarse para asegurar la continuidad de una política y una obra gubernamental que corría el riesgo de quedar inconclusa por causa de la crónica enfermedad del cardenal.
La obra presenta una forma muy estructurada: dos partes, de ocho y diez capítulos respectivamente, divididos a su vez en secciones. El tema mayor de la obra es el Estado.
La primera parte, luego de una introducción histórica ("una sucinta narración de las grandes acciones del Rey") trata de la estructura del Estado, los órdenes que lo componen y los órganos que lo dirigen. La segunda parte trata de la manera de dirigir el Estado, los principios fundamentales que deben observarse en su gobierno. Es, pues, un manual de arte política, comparable (si bien con muchas diferencias de criterio) al "Príncipe" de Maquiavelo.
Con respecto a la estructura del Estado, Richelieu conserva esa concepción tripartita de la sociedad, de origen tradicional, que fue sistematizada por el jurista Charles Loyseau a principios del siglo XVII: los "sujetos del Rey" se agrupan en tres estados u órdenes; el clero, la nobleza y el "tercer estado", de desigual tamaño y de desigual (e inversa) importancia política. El clero es el primer orden del Reino, y Richelieu (en contra de lo que a veces suele creerse de él) se muestra en este aspecto como un "hombre de Iglesia", que busca preservarla de los excesos del poder estatal y al mismo tiempo regenerar al orden eclesiástico por medio de su adhesión a los principios de la Contrarreforma y de la restauración del poder episcopal. Aplica en esto un galicanismo moderado.
A la nobleza le dedica muchas alabanzas, como la de que constituye "uno de los principales nervios del Estado, capaz de contribuir mucho a su conservación y su restablecimiento", pero sin ocultar, por otra parte, su profunda desconfianza hacia un orden que produce peligrosos enemigos de la centralización del poder estatal: busca satisfacer sus demandas, pero a cambio de su estrecha sumisión al Estado. Richelieu fue quizás el más consciente propugnador de esa política centralizadora y unitaria que buscó fortalecer el poder real vinculándolo con la naciente burguesía y reduciendo a los señores feudales, a los nobles, a la condición de cortesanos, llenos de privilegios y placeres pero desprovistos de todo poder verdadero.
Al tercer estado le dedica un breve capítulo, referido sobre todo a sus estratos superiores: los oficiales de justicia y de finanzas, capítulo en el cual propone medidas para combatir la corrupción en esos niveles. Del pueblo, elemento residual del tercer estado, no hay en su obra más que breves referencias, impregnadas de cierto desprecio y dudas sobre su capacidad de sujetarse a la leyes por la razón, pero recomienda que los impuestos que gravitan sobre el pueblo sean moderados, en nombre de la justicia y del interés bien entendido del mismo Estado.
Su visión conservadora y organicista lleva a Richelieu a plantear un equilibrio entre los órdenes, fundado en una jerarquía de honores entre ellos. A la cabeza del Estado están el Rey y sus ministros, cuyo rol es exaltado. Da la impresión de que, en su concepción, la verdadera tarea del Rey es elegir buenos ministros, y que éstos son los que verdaderamente gobiernan. El Rey debe saber elegir como colaboradores a hombres probos, consagrados a los asuntos del Estado, que le sepan hablan con franqueza, indiferentes a la calumnia, desapegados de intereses y pasiones y sobre todo, de las mujeres. Recomienda para esas funciones a los eclesiásticos, ya que al carecer de esposa e hijos sienten menos que otros el deseo de hacer prevalecer sus intereses particulares. A sus consejeros competentes y devotos, el Rey ha de sostenerlos en su confianza contra las intrigas de los envidiosos y los descontentos. Su "teoría del ministerio" es en realidad una fundamentación racional del sistema que él mismo creó en la práctica: un Consejo de pocos miembros (cuatro, en su caso) uno de los cuales tenga total primacía para asegurar la unidad del mando "porque nada es más peligroso en un Estado que diversas autoridades iguales en la administración de los negocios".
El arte de conducir al Estado tiene reglas precisas, que Richelieu desarrolla largamente en la segunda parte de su "Testamento": * Respetar la Voluntad Divina, que es donde se encuentra el fundamento de la autoridad real. Cumplir sus deberes con la Iglesia, dar ejemplo de piedad, favorecer las conversiones voluntarias, no blasfemar; tales son los consejos que Richelieu da al Rey. Por otra parte, excluye el uso de la fuerza para obtener la abjuración de los protestantes; * En una actitud "dividida", típica del Humanismo, Richelieu sostiene que, una vez rendido a Dios y a su Iglesia el homenaje debido, se es libre de hacer política sólo con la guía de la filosofía antigua y del sentido común. El objetivo de su acción es asegurar la salud y fuerza de su Estado: es, en definitiva, la razón de Estado, que consiste antes que nada en dirigir al Estado por la razón: tener dominio de sí, firmeza, discreción, para aplicar la fuerza que sea necesaria para vencer las resistencias internas y externas a la acción ordenadora del Estado; * El arte de dirigir a los hombres necesita recurrir al uso de recompensas y castigos: para Richelieu son más importantes los segundos que las primeras. En política no hay lugar para la caridad o la piedad cristianas. El Poder es siempre el objeto y el medio del Estado y el Poder se debilita si se recurre a la conmiseración. El poder depende de la reputación del Príncipe en la opinión pública, de la fuerza de los ejércitos y la seguridad de las fronteras, y de la economía entendida como fundamento material del poder estatal, para lo cual aconseja el fomento del comercio exterior.
Esta obra fue publicada tardíamente, cuando el apogeo del absolutismo monárquico ya había producido una reacción pro-liberal. Es una obra que expresa, teórica y prácticamente, esa pasión casi mística por el Estado, que es el fundamento emocional del absolutismo y que lleva a concebir un Estado que trasciende en forma absoluta los intereses concretos de los grupos humanos que lo componen y expresa, o pretende expresar solamente el interés supremo de la Nación, al que todo ha de subordinarse. En ese sentido puede ser entendida como una visión precursora de las ideologías nacionalistas que en el siglo XX concibieron a la Nación, al Estado o a la Patria como una entelequia de naturaleza metafísica, desconectada de la concreta manifestación sociológica y antropológica de su encarnación histórica real.

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